sábado, 2 de junio de 2007

El discurso del 2004-70 años del Hashomer Hatzair

Es de noche. La misma oscuridad me encontró en una estación de tren. Hacía frío. Un grupo de judíos nos habíamos reunido para hablar. Las estufas no funcionaban. Con palabras atenuábamos el frío.

A la salida, sólo en la estación, tenía frío y miedo. Me sentía expuesto a los riesgos exteriores por ser el único en la estación y a los interiores, por no encontrarle sentido a tanto desplazamiento.

Trataba de recuperar el motivo por el cual doce personas que me triplicaban en edad, habían elegido convocarse esa noche, para resolver qué hacer con su judaísmo. No había café y la luz era tan débil que transformo esa reunión para pensar, en una de refugiados tratando de encontrar alguna salida.

Yo era un madrij, un guía que había encontrado su camino en el dar ayuda para que otros encontrasen el suyo.

Había ido en representación de la A.M.I.A. Los judíos se acercaban a nosotros seguros de encontrar respuesta a algunos interrogantes, y a nosotros nos interesaba ayudarlos a encontrarla. Eran jóvenes judíos que querían hacer cosas nuevas y encontraban en nosotros un buen recurso para pensar aquello que se proponían. Los recuerdo con cariño.

El mismo cariño que me invadía cuando, trabajando en el club Oriente, nos encontrábamos a las diez de la mañana en el negocio de alguno de ellos, para conversar sobre un judaísmo trasgresor y resistido, pero auténtico. Aún flotaba un clima de confrontación entre la nueva cultura, y las leyendas y mitos traídos de Oriente, alrededor de poderes que desconocían pero que podían dañarlos.

Nací y crecí en Remedios de Escalada. Bashevis Singer podría haber escrito un hermoso libro sobre los personajes de ese pueblo pequeño con hombres y doñas que hablaban en ídish, con una sinagoga que funcionaba en una casa alquilada cuyo alquiler pagaban entre todos, donde siempre faltaban dos para completar los diez del minian.

De chico no conocí otro judaísmo que el de visitar a los enfermos con una lata de duraznos en almíbar, comer pan Goldstein con pastrón, o vivir en una casa donde se hacía queso de ricota o vino de Pesaj.

Cuando el amor por ese judaísmo comenzó a ceder porque ya éramos menos chicos, y lo confrontamos con la desigualdad y la injusticia, tocaron a mi puerta los del Hashomer.

Los campamentos, las palabras que no entendíamos, la polémica de sí debíamos o no escuchar la música de Wagner por su ideología nazi, el sionismo, la kvutzá, la celebración del primero de mayo con banderas rojas, argentinas, e israelíes, que hacíamos de papel crepé, para solidarizarnos con el movimiento obrero internacional, porque éramos obreros con conciencia, fueron todas vivencias que me abrieron nuevos caminos.

Representábamos obras teatrales como "El violín" de Jana Senesh, "El amputado que perdió la pierna en una guerra", "El diario de Ana Frank", o veíamos películas como "La colina 24 no contesta", "El malabarista" y "La casa de la calle de las carpas", con Ida Kaminska".

Leíamos libros escritos durante la revolución rusa, como "La joven guardia", "Así se templó el acero", "La calle del hijo menor". Y también otros imbuidos de espíritu revolucionario, como "La pasión de Sacco y Vanzeti" o "Mis gloriosos hermanos" ambos de Howard Fast. "Los caminos del hambre" o "Los capitanes da la arena", de Jorge Amado y "El alma encantada" de Romain Rolland, que incluía una dosis de romanticismo.

Participábamos de olimpíadas entre movimientos juveniles, en las que los movimientos jalutzianos desfilábamos con estandartes y banderas que representaban a cada uno. Realizadas en la cancha de Atlanta o en la de Platense, en esas olimpiadas desaparecía la violencia y la competencia que había en la calle entre los movimientos, para transformarse en una competencia amistosa.

A los 13 años preparé dos actividades que me acercaron a la Biblioteca Nacional: una, sobre "la rueda" como instrumento al servicio de la evolución del hombre y otra sobre "El grupo de los cinco", referida a cinco músicos rusos.

Toda nuestra formación estaba impregnada de tonalidad soviética. El teatro de Pedro Asquini y Alejandra Boero y otros teatros independientes. "La casa del Pueblo", "Nuevo Teatro", "Teatro 35", "Teatro colonial", "Los independientes"...

Íbamos a ver obras de teatro como "El hombre que nunca morirá", "Heredarás el viento", "El centrofobal murió al amanecer" de A. Cuzzani. Era una cultura tendenciosa que enriquecía nuestro ideal, lo fortalecía, y le daba un fuerte sostén emocional.

En el movimiento crecí. Fui madrij por primera vez; mucho después fui coordinador de madrijim, viajé al majón, me dediqué al tema de la educación, y después de los muchos después, me fui del movimiento.

Recibimos dos fuertes impactos cuando ya nos acercábamos a los 17 años. Cuando, viajando al majón, el barco comenzó a alejarse de la costa de Buenos Aires, nos enteramos que nuestros madrijim habían comenzado a fumar y a emborracharse en el barco y luego, que todo el grupo que habia viajado al majón de madrijim antes que el nuestro, abandonó el movimiento. No sabíamos que era lo que había pasado, pero era indiscutible que algo había empezado a pasar.
Cuando no pude realizar el ideal, al decir de James Baldwin, por algo que le hice a la vida o por algo que la vida me hizo, o por algo que nos vinimos haciendo mutuamente, conocí la depresión. Me faltaba aprender que tras un cambio siempre se está peor, y que después de algo que dejó un vacío, aparece algo nuevo. El no saberlo me sumergió en la angustia de pensar que nunca iba a poder salir de ese estado, y creer que mi presente sería así para siempre.

Yo tenía 20 años. Sabía qué quería hacer de mi vida (al menos así lo creía). Mi pequeña gran historia me permitía saber de qué lado estaba; quiénes eran mis amigos y de quiénes tenía que cuidarme.

Mientras militaba en el Hashomer Hatzair no conocía a la comunidad judía. Para nosotros estaba integrada por judíos ricos y antisionistas que iban a aquellos lugares a los que nosotros no queríamos ir.

Creía en la educación a través del ejemplo y no en la educación por la necesidad. Como secuela de mi formación anterior, la necesidad, que era el sostén de toda nuestra ideología, desaparecía por desconocer las diferencias, de acuerdo a la edad y a las circunstancias que cada uno atravesaba. Ser el ejemplo, nos daba la ilusión de tener las mismas necesidades.

Aun no sabía acerca del poder, pero sí de la humillación. Reconocía que había ricos y pobres, y los ricos no me gustaban, porque le gustaban a mi mamá aunque ella no lo admitiese.

Aprendí a valorar lo que no tenía, y recién mucho después pude valorar lo que tenía.

Comencé otra militancia. Por el "Movimiento por la Paz" fui enviado a un congreso mundial por la paz en Brasil. Ser el más chico me daba un lugar de privilegio, al mismo tiempo que mi timidez me aislaba dentro de la multitud.

Me puse en contacto con muchos otros que pensaban como yo, aunque usaran otras palabras y otros idiomas, y vivaran a Juliao, el líder de los campesinos, y a Paulo Freire, el pedagogo de la liberación, de quienes yo había escuchado en Buenos Aires.

Conocí el amor que uno cree y quiere que sea para siempre. Hicimos juntos un largo camino que se interrumpió por aquellas cosas que no dependen de uno. Comprendí las palabras de Walt Whitman: "Quién camina una sola legua sin amor, marcha amortajado hacia su propio funeral".

Y mucho después descubrí que el amor no es algo sólo vinculado a las personas.

Había conocido el ideal, la injusticia, la militancia, el poder, la humillación y el reconocimiento, y por fin el amor me enseñó a ser el que era.

Aprendí a serlo, pero tenía miedo. Como leí después en Castañeda, sostenido en el amor pude seguir adelante con el miedo, hasta que un día conocí la claridad que da ser el que uno es y el miedo se evaporó.

Se fueron produciendo encuentros verdaderos y duraderos, y también hubo encuentros menos duraderos, y no faltaron los desencuentros.

Nací con otro. El otro fue para mí una necesidad que debía convivir con mi otra necesidad, la de ser único. Oscilé entre la comunicación y el aislamiento.

Me costaba descubrir la mentira y la hipocresía, tal vez por haber crecido muy cerca de ellas, o por creer, como mellizo, que el otro era un doble mío.

Al otro, mi búsqueda de un mellizo, lo obligaba a un sobre-esfuerzo por discriminarse, en mí afán por reconocerlo y en su angustia por desconocerse.

El Dto. De Juventud de la AMIA fue mi primer trabajo profesional. Descubrí la rivalidad entre las instituciones, que yo desconocía, seguro de la hermandad entre nosotros. Aprendí que los madrijim teníamos que pensar como las instituciones en las que trabajábamos.

Seminarios y más seminarios. Instituciones distintas que peleaban por lo mismo e instituciones iguales que peleaban para diferenciarse.

Empezaba el director en mí y con el nuevo rol, la decisión de dirigir desde mi conciencia y la de los otros.

Yo ya no vivía en Remedios de Escalada, aunque Remedios de Escalada todavía vivía en mí.

Éramos hijos de inmigrantes que convivíamos con hijos de argentinos. Nadie discutía si debíamos o no escuchar a Wagner. Ya no había banderas rojas de papel crepé. Hablábamos de la identidad judía, mientras iba aprendiendo un nuevo judaísmo. Introduje en la comunidad la psicología social para entender los procesos que íbamos atravesando. El pasaje de la transitoriedad a la permanencia, la transformación del significado de Israel cuando desaparecía la primera imagen de la creación del Estado. La nueva relación entre Israel y la diáspora.

Comprendí que la comunidad judía norte americana era la única diáspora que Israel reconocía como significativa, y el resto de las comunidades quedábamos involucradas en sus decisiones.

Comprendí también la pulseada de tratar de convencer a los que no querían acercarse a los marcos comunitarios de la existencia de un antisemitismo amenazante, hasta producirles un malestar que no tenían, y de esa manera encontrar el bienestar que me daba el triunfo en la pulseada.

Con los títulos de Psicólogo Social y de Médico, me inicie en la carrera de terapeuta. Sólo entonces cerré la herida que el industrial, carrera que seguí porque a los años 11 años nuestros madrijim nos exigían que estudiemos industrial porque el kibutz necesitaba técnicos, abrió en mí por haberme alejado de lo que deseaba ser, y al mismo tiempo comprendí que cerrar una herida, es cortar con una historia y crear otra. Lo que aparecía como una paradoja, el cerrar una herida con un corte, también significó no vivir mas de la acusación, reconocer el dolor de eternizar un sufrimiento y liberar la alegría.

Sólo corte aquello que me detuvo o que me obligo a crecer en una dirección a la que no respondía desde mí.

Alternaba el trabajo comunitario, con el hospitalario y el privado. Tener la libertad de entrar y salir, me permitió independizar la palabra de la institución y hablar en mi propio nombre.

A los libros rojos le siguieron libros de otros colores, buscando entender el mundo en el que vivía y el mundo que vivía en mí.

Conocí escritores como Sartre, Marcuse, Adorno, Dostowiesky, Marx, Freud, Berhand, Borges, Sábato, y otros, entre los cuales, Marx en la comprensión de lo económico, Sartre en lo filosófico, Freud en lo psicológico y Pichón Riviere en lo social, fueron mis referentes.

Escuchaba. Sabía que si aprendía a escuchar, el otro aprendería a hablar. Escuchando aprendía, y hablando le enseñaba al otro a escuchar, fuese yo u otro el que enseñara. Tenía la convicción de que el saber junto con la capacidad de amar, eran la garantía de estar más cerca de aquello que estaba buscando. Era la posibilidad de vivir una vida que se justificase desde mi mismo, para luego dar ingreso al otro y amar en libertad.

Sentí que vivimos buscando poder amar en libertad, y que cuando no lo logramos, buscamos el poder, para que otros no amen en libertad.

Me costó aceptar que una manera de ser tiene un costo. Permite y limita. No aceptar esa limitación, me obligaba a vivir en deuda.

Cuando entendí que aceptar la limitación era la condición para la libertad, la sensación de deuda disminuyó.

Formado en un ideal que recorre un único camino, la inseguridad que me generó el alejarme, me dio la certeza de que la seguridad pasaba por recorrer caminos inseguros. Y fueron esos recorridos los que hice.

Separé lo que tenía, para saber quien era. Luego agregué lo que tenía al que era, porque ya no podían indiscriminarme.

La comunidad judía se alejaba de Israel. Las sucesivas guerras provocaban respuestas distintas. Los golpes militares fortalecieron mis miedos y mi tendencia al aislamiento.

El miedo me impedía pensar. Cuando pude pensar, descubrí una verdad dolorosa: el régimen militar no sólo se conformaba con aislarnos a unos de los otros, sino y además, nos aislaba de nuestro pensamiento. Aislados de los otros y de uno mismo, la impunidad encontraba un camino libre para desplegarse.

En los respiros democráticos, una nueva clase de padres se declararon líderes de la comunidad, y determinaron cuál era la educación que garantizaba la felicidad para sus hijos. Deshicieron ideales, proyectos educativos, apelaron al deporte, el inglés y la computación a costa de la educación judía. No tuvimos oportunidad de pensarlo juntos. Tal vez hubiésemos llegado a lo mismo. Era evitable hacernos sentir a merced de un poder que destruye los vínculos en lugar de construirlos.

Nosotros, los profesionales necesitados de la fuente de trabajo, nos fuimos integrando a los deseos de clase de los judíos, y fue apareciendo otra comunidad a la que los dirigentes seguían, en lugar de los judíos siguiesen a sus dirigentes. Se cuestionó a la dirigencia comunitaria por su ineficacia para conducir por un lado, y por el otro, por no tocar a los judíos que no querían ser conducidos. La relación directivo-socio se remplazó por la de profesional-socio de tal manera que la palabra del directivo no fuera necesaria, ya que el profesional era su portavoz. Esa articulación legitimó la impunidad hacia adentro.

Trabajando como director del Centro Médico Sefaradí, descubrí la necesidad de los dirigentes de un lugar donde formarse en el rol. Cuando uno que enseña, no puede garantizar lo que hará el otro con lo que aprende. Cada uno hizo lo que necesitó, que no necesariamente era lo que habíamos pensado. Así nació la oportunidad de conocer al otro, y al mismo tiempo el temor de que la voluntad de ser dirigente se trasformase durante el ejercicio del rol, en una búsqueda de poder, que se proclama en nuestro nombre, pero que es contra la gente y a favor de ellos mismos.

Terminaba el año escolar. La comisión directiva de una escuela ocupó la mesa principal en la fiesta de fin de año. Todos los presidentes (porque esa noche todos eran presidentes) estaban sentados junto a sus esposas, vestidos de sábado a la noche, y sonriendo al público. Las directoras y los docentes estaban distribuidos en las mesas de los padres.

Después de los discursos de rigor, y cuando una palabra más replanteó a la concurrencia el sentido de haber venido, invitaron a decir unas palabras a la Señora Berta.

La Señora Berta era la directora de la escuela. La vocación docente obligaba a la comisión directiva a ocupar la mesa principal, y a la señora Berta, y al resto de su equipo, las mesas asignadas a los padres y mezclarse con ellos.

No había una mesa especial para el equipo docente. Los dirigentes y los padres, tenían su lugar; los que no lo tenían eran los docentes. Esta era la nueva Escuela Judía.

Las escuelas cambiaban en todo el mundo. En muchos países los profesores se ocupaban de las mismas cosas. No podíamos evitar ser más parecidos a los no judíos. Como en Israel, la distancia con el proyecto original, fue cediendo lugar al proyecto posible. Y el proyecto posible era el de una democracia que tenía por debajo un régimen militar. Como el en el kibutz la desigualdad que comenzó en forma imperceptible dentro de la casa necesito de algunos años para aparecer fuera de la casa.

Es aquello que cambia lo que permite que una estructura viva, y no la nostalgia que es el camino inexorable hacia la muerte.

Todo iba ocurriendo como en Israel, al mismo tiempo que las tnuot se iban vaciando como ocurría con el kibutz.

La dirigencia comunitaria seguía a las de los países en que vivían, y a la que transcurría en Israel. Así como nosotros los judíos de la diáspora aprendimos a soportarlo también los israelíes aprendieron a soportarlo.

Nuestras brechas se iban acortando. Ya a muy pocos les interesaba que habia hecho el otro con su vida; la mayoría queríamos que a cada uno le hubiera ido bien con la vida que eligió, porque finalmente sólo cada uno sabe como le fue en la vida.

Circulé por el Centro de Estudios Judaicos y Sionistas. Creí que ese era un lugar donde los judíos podíamos encontrar una manera distinta de buscar nuestras raíces. Organicé seminarios como "Ser judío en la Argentina hoy", "Culpa, castigo, deseo y trasgresión en el judaísmo", "Los problemas Fundamentales del Judaísmo en la Posmodernidad" entre otros, "Las relaciones Israel – diáspora", entre otros.

Cuando atravesó y fue atravesado por un ideal, se plantea el derecho a hablar sobre lo que fuera. Pero eso pasa en cualquier vida que uno eligió, aun aquella que tiene la ilusión de concretar el ideal.

Poder comunicar el tema de la culpa y el castigo significaba haber terminado con la culpa de no haber hecho lo que lo el otro esperaba que hiciera, y comprender además, que si el otro estaba tan preocupado por lo que yo no hacía tampoco él lo había hecho.

La iniciación del vínculo marcó su final. En la conferencia de presentación, que había convocado mucha gente, dije que los territorios ocupados a los árabes debían ser devueltos a cambio de la Paz. Tierras por Paz. Al día siguiente me llamaron tres miembros de la comisión directiva para pedirme explicaciones. Se había producido la primera fractura en el vínculo: ellos estaban acostumbrados a pedir explicaciones y yo no estaba acostumbrado a darlas por decir lo que pensaba. Lo pudimos resolver. Hubiera sido Director sólo un día de no haber acordado que los planteos ideológicos fuesen en mi propio nombre para no comprometer la ausencia de ideología de la institución, dada mi exigencia de decir lo que pensaba.

Era característico de una comisión que ejercía una dirección enmascarada, cuando lo que caracterizaba mi trabajo era desenmascarar lo oculto. Tampoco yo estaba seguro de hacer un buen trabajo por no ser un especialista en temas judaicos, pero eso no impedía que al hacerme cargo, mi falta se compensara con una concesión.

Comprendí que a veces quedamos involucrados en un nombre fijado por la organización que financia parte del proyecto o todo el proyecto, mas allá de su interés de que los participantes piensen para sí mismos esa pertenencia. Así el "Centro de Estudios Judaicos" cambió su nombre por el de "Centro de Estudios Judíos y Sionistas".

Como escribió Ulloa: "Cuando cede la intimidación comienza la intimidad".

La intimidación había cedido: ya no había ninguna palabra que tuviera mayor poder que la mía.

Y lo hermoso de este aprendizaje es que uno deja de intimidar a los otros. Caminé con javerim del movimiento, luego con jóvenes que no eran del movimiento, con adultos, con adultos mayores, con profesionales de mi generación, y con profesionales de las generaciones que me siguen.

Recorrí instituciones, países, comunidades diversas. Aprendí acerca de la diferencia, de la similitud, de la violencia, de la comprensión, del poder y de la sumisión. Aprendí a hablar y a callarme, a escuchar y a no escuchar, a recordar y a olvidar lo que había recordado para seguir recordando lo que necesitaba. Entendí lo importante e intenté desvincularme sin éxito de lo intrascendente.

Por momentos corrí para no pensar, y por momentos traté de pensar para no seguir corriendo, sin saber adónde quería llegar. La fe me sostuvo cuando no contaba conmigo, y sostuve la fe para seguir siendo el que era.

Ocurrieron los atentados. Atravesaba el duelo por la muerte de mis seres queridos, y no podía agregar más dolor. Tuve que aprender a quedarme afuera. Escribí lo que podía. Callé lo que no podía hacer ni tampoco escribir.

Me encontré con muchos que habían puesto lo mejor de sí, y escuché acerca de los que habían puesto lo peor. Escribí que los atentados iban a cristalizar lo que cada uno pensaba, por lo que en lugar de fortalecernos nos iban a debilitar. No esperaba que los atentados modificaran nada y tampoco esperé que nos diesen un camino. Sólo nos enseñaron a conocer cómo somos y qué nos vimos obligados a hacer, para no vernos tal como somos. También pensé lo mismo d e los atentados en Israel: cada atentado iba a fortalecer las ideas que tenía cada uno, y salvo pocos casos, replantearlas.

El espíritu que ya no teníamos, quedó debajo de los escombros y las luchas por el poder que sí teníamos, quedaron encima de los escombros.

Habíamos conocido la miseria y aprendimos lo miserable. Nuestra vida profesional en la comunidad atravesó por uno de sus momentos más crueles. A pesar de lo que sabíamos, seguíamos adulando a los que ostentaban el poder, y presenciando la otra guerra, que se libraba en nuestro seno sin poder hacer nuestra voluntad, porque la voluntad que ya no teníamos quedó debajo de los escombros, y la apatía que ya teníamos quedó encima de los escombros.

No es un reproche hacia nosotros. Se trata de admitir las humillaciones que sufrimos cuando tratamos de cambiar a nuestra comunidad y finalmente fue el poder de los poderosos y de los que se creían poderosos, los que nos cambiaron a nosotros.

Aprender la paridad fue una tarea. La diferencia entre el que uno dice que es y el que uno es, acostumbrado a pensar la diferencia como un impedimento, se observa en la acción concreta.

Reconocer los múltiples seres que nos habitan al reconocer los múltiples judíos que somos, nos obliga a encontrar la manera de colocarnos en un lugar que no esté por encima ni por debajo del otro. Entender el amor y el odio como dos sentimientos vinculados a que el otro haga lo que esperamos de él, o que nosotros hagamos lo que el otro espera de nosotros, hace que la paridad tenga un límite.

No estoy dispuesto a ser distinto del que soy para que otro aparezca distinto del que es. Y éste es el límite.

Cuando uno recibe un premio, además de agradecer a quienes se lo otorgaron, tiene que agradecerle al premio la oportunidad que le ofrece de dar un discurso.

Soy el que voy siendo. Los que fui antes al que soy hoy, no fueron mejores ni peores. Cuando desplegué lo peor de mí, aprendí que no todos los lugares son para mí. Entendí también que no puedo vincularme con todos. Sé que lo peor de mí está en mí, y que yo soy el responsable. Pero forma parte de la sabiduría de cada uno discriminar lo peor de lo justo, aunque resulte agresivo para los demás. Y forma parte de lo mejor de mí, desplegar lo peor cuando es necesario.

El negro es un color tanto como el blanco. Nuestro mundo es un mundo de colores que incluyen el negro y el blanco. Ser blanco no es ser bueno y ser negro no es ser malo. El mundo tiene blancos y negros. Ambos tienen derechos y el primero de los derechos es el de ser reconocidos como iguales.

Con las palabras de Octavio Paz comienzo a terminar mi discurso: "La libertad es la particularidad frente a lo general. Una particularidad que dialoga frente a un determinismo y que frente a él se obstina en ser distinta y única".

Me siento libre y para poder serlo tuve que admitir un límite. El límite que crea la certeza: ya no estoy seguro de que la Señora Berta haya tenido que enojarse cuando no la mencionaron como directora. Puede ser que para una mujer sea más importante que la reconozcan como una Señora y no como la Directora, porque mientras una es, la otra transcurre.

Como somos lo que vamos siendo, soy al mismo tiempo el que soy y el que va transcurriendo.
El haber sido javer del Hashomer Hatzair, cristalizó una marca que comenzó con la circuncisión: Shomer paam, Shomer lanetzaj. Sé que es mentira. Tan mentira como haber pensado que la aliá era la única verdad. Doy fe y convierto en testimonio de que mi vida tuvo una marca para siempre. Pero también mi vida desmiente que la aliá era la única verdad. Era sólo una verdad más.

Gracias.

Buenos Aires 2004
Janan Nudel

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